ADIÓS A LAS ARMAS…
EL CAMINO HACIA LA
PAZ, EN MEDIO DE MIS TRIBULACIONES
Amigos y
Compatriotas:
El hombre frente a
esta tropa, fortalecido en Dios y sumido en la convicción de estar en la senda
acertada; el hombre que les habla, no es ya el guerrero de fusil en mano, no es
el que aspira a fijar un derrotero de combate a esta organización de valientes,
pero sí, un camino que conduzca a la paz por otros medios.
Está intacta mi
fuerza interior y preservo mi optimismo, solidaridad y lealtad, pero he llegado
al Catatumbo despojado de mi fibra guerrera, con la esperanza de alojar en cada
corazón, el mensaje de mis certezas del presente.
Así como ayer me
siguieron para enfrentar por las armas un enemigo feroz, hoy les pido que me
acompañen para delinear el trazado de una paz, que sin nuestro concurso, nunca
podrá afirmarse en el alma de la patria.
En estos últimos
meses, aciagos, complejos, se me han acercado cada día los compañeros de armas,
para consultar el por qué de nuestro desarme. He visto a la prensa y los
columnistas solazarse especulando sobre las razones ocultas que tendremos, para
“aparentar” una voluntad de paz, que el país no ha comprendido bien. He sido
extenso con los amigos y los hechos prueban que estamos unidos en la empresa de
la paz. Pero quizá no he sido eficaz para que, desde afuera, se comprendan
nuestros motivos y hoy, voy a referirme a ellos:
La mayoría de los
hombres de la autodefensa, comenzamos esta lucha sin saber a donde llegaríamos.
Vinimos por separado, muy jóvenes, en un momento de la existencia cuando el
alma vibra en el cuerpo y sentimos que lo podemos todo. Llegamos agobiados por
el acoso, la extorsión y el terror impuesto por las guerrillas y por unos
gobiernos que desertaron de sus responsabilidades, y nos dedicamos a defender
lo propio; no solo bienes y familia, sino la vida, un modo de existencia, unos
hábitos y una idiosincrasia amenazados.
Pensamos entonces que
un ataque al enemigo le haría respetarnos y ceder, pero el enemigo creció y
nuestra fuerza se agigantó ante la mayor amenaza. Crecimos al ritmo de nuestras
necesidades de defensa, y nos unimos, cuando desde cada región, observamos
cómo, gentes de bien, indefensas y desprotegidas, por instinto de
supervivencia, procedían de manera similar ante la amenaza. Siempre actuamos en
legítima defensa; primero de nuestras familias, luego de nuestras regiones y
después de nuestra patria. La solidaridad de nuestros coterráneos así nos lo
imponía.
Nunca hubo un genio
estratega de la guerra que fraguara la creación de un ejército de autodefensa
de la dimensión del que hoy tenemos enfrente. Ninguna mente diseñó el
surgimiento de una organización con rangos y disciplina castrense, unidades de
comando, inteligencia urbana, y tropas contraguerrillas. Eso surgió, de la
necesidad por preservar nuestra forma de vida, mientras enfrentábamos el dilema
de dar la talla y vencer al enemigo.
En el fragor de la
lucha fuimos olvidando que usurpábamos el papel del estado, al tiempo que el
estado, fue recostando sus responsabilidades en nuestra progresiva eficacia
militar.
Hoy, sin rubor, los
personeros del gobierno hablan de cómo al Catatumbo nunca había llegado el
estado, y no sienten vergüenza en confesarlo, porque el estado está diseñado
para que siempre todo sea culpa en pasado, de alguien diferente a quien habla
en presente. Pero esa confesión, explica nuestra presencia aquí, y no es
distinta en su fundamento a la de los otros puntos de la patria donde floreció
el concepto de autodefensa.
Pero en fin, lejos de
justificar nuestra existencia por las falencias de los gobiernos, o por el daño
y dolor que nos causaron las guerrillas, deseo aproximar nuestras convicciones
de hoy al entendimiento de la nación...
Es verdad que
cometimos acciones cuyo resultado sembró dolor en más compatriotas; es cierto
que erramos y también lo es, que hubo que franquear un abismo entre nuestra
formación religiosa y nuestra necesidad por derrotar a quien nos causaba daño,
en una lucha que nos arrastraba… y quisimos parar el tiempo, pero su dinámica era
tan fuerte, que nunca nos permitió detenernos a comprender, que el daño
infringido era tal vez, equivalente a aquel que buscábamos evitar.
De esa saga combativa
quedaron heridas que serán por siempre lamentos en nuestras almas entristecidas
y un llanto eterno en nuestros corazones que solo Dios podrá sanar. Quienes
hemos arrebatado vidas en combate, nos convertimos en deudos de aquellos cuya
existencia fue truncada al enfrentarnos, pues sus rostros nos rondan en los
sueños y nuestra propia existencia es, cada día, una contradicción
incomprensible ante la inexistencia de quienes cayeron bajo nuestras armas.
No estamos exentos de
dolor por el dolor causado. Sentimos, sufrimos, y vivimos en un surco
insoslayable de tribulaciones. Permanecemos inmersos en la contradicción de la
satisfacción por el deber cumplido ante nuestras regiones, familia y amigos, y
el temor de haber rebasado el límite de la conciencia, bajo la evidencia de que
solo Dios es dueño de la vida.
El hombre ante
ustedes, el comandante victorioso de ayer, fue vencido por la certeza cristiana
de que debemos detener este espiral de muerte. Ya no existe el peligro que las
guerrillas se tomen el poder, el estado comienza a ocupar su lugar, nuestro
amor por Colombia flamea en lo más alto, pero además, hemos comprendido con el
paso del tiempo, lo que entonces era igual de cierto, pero nuestro vigor
juvenil no nos permitía entender: La paz nunca será fruto de la guerra y no
será a través de ésta que llegaremos a la equidad social. La paz solo florecerá
con más fuerza, donde impere la autodeterminación regional. La paz es un
patrimonio nacional que cada individuo debe preservar y expandir desde el
universo interior de su corazón. La paz amigos, es un bien precioso, asible,
posible, y solo habitará entre nosotros cuando todos hayamos comprendido, que
empieza en el freno de nuestro propio espíritu.
En las últimas horas,
se han cernido sobre mi entereza, las formas misteriosas que emplea Dios para
probar lo robusto de las convicciones humanas. Han llegado como una espada de
Damocles, y entre ellas esta la extradición y pende amenazante encima de mis
decisiones. Nadie conoce todos los peligros que cuelgan sobre esta
determinación de paz. A quienes no entienden, los invito a caminar una milla en
mis zapatos.
Soplan vientos de
paz, pero también se escuchan tambores de guerra. Por estos días, voces de
guerra me han animado a deponer el anhelo de reconciliación con la sociedad y
la ley. Se me ha dicho que me encuentro en la boca de una trampa. Se me ha
preguntado si hay cartas bajo la mesa. Se me tilda de ingenuo y se me acusa de
entregarme a cambio de nada. Y yo respondo: Tengo una visión que simplifica
-sin ingenuidad- la complejidad de nuestra problemática sociológica y política,
una donde estado, guerrilla y autodefensa, coexisten e interactúan
negativamente sobre los apremios de una masa social que se debate sobre sus más
elementales carencias. La gente del común se alindera por temor o conveniencia
en estas tres órbitas, de las cuales dos, distorsionan el concepto de nación
civilizada. Los tres polos de poder, deben amalgamarse y devolver enteramente
al gobierno la representación de la sociedad. Guerrillas y autodefensas deben
desaparecer. Ha de ser la madurez, la que nos traiga de vuelta al punto de
partida, para reconstruir la democracia y en su reedificación, interpretar la
voluntad ciudadana sobre los modos de representación y la noción de autonomía
local.
Esta organización,
está decidida a aportar su extinción, para recomponer el esquema de sociedad,
pero la institucionalidad deberá cobrar mayor vigor, y el modo de fortalecer el
estado deberá ser mediante la delegación del poder legítimo en regiones más
autónomas, que irriguen la majestad del estado sobre los microcosmos de las
comarcas, pero por los cauces de la democracia. Nuestra desaparición como
organización armada, es la cuota inicial de una recomposición política del
país, que se traduzca en gobiernos para la gente y no, gestiones de poder a
costa de la gente.
Los riesgos
personales que he asumido, los ignoro deliberadamente. Mi seguridad, la de mis
hombres, pobladores y regiones se la encomiendo al Estado, a quien le pedí
protección hace algunos años y no me cumplió. Estoy Lleno de dudas y atiborrado
de temores, pero fortalecido por la seguridad de que nadie es indispensable en
un esfuerzo tan descomunal. Temo a Dios con sumisión, con amor y fe; temo a la
incomprensión y a la ignorancia; siento miedo ante mis limitaciones y temo por
las preguntas y recriminaciones en los ojos de mis hijos cuando vuelva a pedirles
perdón. Pero asumo cualquier sacrificio, si a cambio, esta patria adolorida
encuentra el camino de la reconciliación final.
El Señor Presidente
sabrá honrar la fe puesta por mis hombres en este empeño al que dedico cada
día. La conciencia ciudadana, interpretar con justicia la decisión que se haya
de tomar, y la democracia zanjará la distancia que haya entre el concepto
presidencial de justicia y la noción soberana del pueblo, en su derecho a la
paz.
Reconozco la enorme
valentía de este Gobierno, cuando asumió el compromiso ético de sentarse a
dialogar con todos los actores del conflicto armado. Lo agradezco y les invito
a valorarlo. Esa conducta deberá ser el rasero con el que midamos su actitud
ante los múltiples escollos que sobrevendrán en el mañana.
Pero, al margen del
escepticismo y las consideraciones personales, quienes hemos vivido esta larga
noche de horrores, no podemos transferir al futuro de Colombia, un legado de
retaliaciones y odio. Estamos obligados por la historia a portar la antorcha
que ilumine el sendero hacia la concordia. Mañana, otros compatriotas
entenderán su error y podrán llegar por nuestra misma ruta, a los brazos de una
nación dispuesta a perdonar todos sus hijos.
El proceso de paz
entre Gobierno y Autodefensas es un proceso atípico, sin antecedentes en
Colombia o el mundo. Somos los colombianos quienes estamos haciendo camino al
andar; ello explica que no exista en el campo de la justicia, ni en el de la
política o en el de la academia, en este país ni en el mundo, suficiente acopio
de elementos de juicio que puedan orientar a cabalidad sobre la buena marcha
del proceso o su correcta interpretación por parte de la opinión pública.
Ante esta situación
inédita, sin precedentes en ninguna negociación, colmada de riesgos y amenazas
provenientes de la realidad del conflicto, pido de todo corazón a los analistas
políticos, académicos y organizaciones no gubernamentales, que sin desmedro de
sus convicciones, dejen de lado sus prejuicios y se sumen con total libertad y
con el máximo de creatividad y honestidad intelectual, al trabajo colectivo de
edificar la paz. Y que lo hagan con fe, pues el destinatario final de su
esfuerzo y desprendimiento será el pueblo colombiano.
En el contexto de
este discernimiento, debo señalar, mi desolación por la mayoritaria distancia
de la academia a lo largo del proceso. La ausencia insólita de sociólogos,
antropólogos, politólogos, siquiatras y estudiosos de los fenómenos sociales y
el despectivo alejamiento de algunas universidades y de los centros de
pensamiento del país y del exterior, me entristece. Pero mi tristeza por ese
vacío, la convierto en un clamor y les pido, que acudan a acompañarnos, a
ayudarnos a vislumbrar nuestra evolución y nuestro papel en el porvenir.
El hombre ante sus
ojos, les habla como ciudadano y excombatiente, al abrigo de una fe cristiana
robustecida por el advenimiento de una certeza en su misión vital, cuyo origen
nace en Dios, único dueño de la verdad, fuente de toda Justicia y maestro del
perdón.
A quienes desean
saber nuestro pensamiento ante el marco jurídico a gestarse en el Congreso
Nacional, debo confesarles que su concreción escapa al alcance de nuestra
capacidad de gestión, pero puedo compartir con ustedes el marco filosófico de
mi comprensión sobre nuestro papel en la coyuntura histórica, con la esperanza
de ser atendido por la sociedad:
Soy partidario de la
verdad, pero de aquella, fruto del estudio sereno, objetivo y desapasionado de
los hechos en su contexto, entendida desde su génesis y ubicada en la historia.
A la opinión parcializada que se descubre al sesgo de intereses ideológicos o
políticos, disfrazada de verdad, le temo, y sé que constituye la más grande
amenaza ante el gesto de este día.
Soy partidario del
imperio de la justicia, pero del que reina bajo el dominio de la ponderación y
el equilibrio. La venganza, mimetizada en la justicia, o la interpretación
manipulada de quienes falsean el espíritu de las leyes para derrotar al
adversario, constituyen el mayor estigma y la más grande vergüenza de un estado
de derecho.
No será el juicio
sobre el acervo de la historia, sino el entendimiento de lo acontecido, lo que
abra las puertas de la reconciliación, pues solo la comprensión fraterna que
conduzca a la unidad, habrá de traducirse en una forma más depurada y elevada
de justicia colectiva.
Lo esencial, la
condición de hermanos, hijos de la misma tierra, deberá primar sobre la
anécdota macabra de haber sido enemigos durante una guerra, que debemos
terminar para siempre.
Soy partidario de que
todos los responsables de esta guerra –por acción y por omisión– y
principalmente quienes son culpables de que ella se haya prolongado por más de
medio siglo, asuman su compromiso ético de reparación, pero que sea una
reparación ante la sociedad en general, de todas las víctimas, por parte de
todos los victimarios, sin exclusión ni venganza.
No tendría sentido o
justificación histórica, ni ambientaría una paz duradera, el que se pretenda
erigir un Tribunal de la Verdad para juzgar y condenar a uno de los actores del
conflicto armado, mientras los demás no compartan el banquillo de los acusados
y en cambio, funjan como jueces y parte, agazapados en la política, mientras
postergan la aceptación de sus culpas y responsabilidades.
Tamaña distorsión no
la aceptaría Colombia, ni la entendería el mundo, y solo traería a nuestra
Patria más odio, más sangre y más guerra.
A partir de esta
jornada me volcaré a encauzar mi destino personal. Me veo en el seno de una
gran aventura comunitaria civil, de contenido político, comprometido con las
mismas comunidades, protegiéndoles con mi capacidad de gestión y luchando por
su desarrollo social, para redimirles de la pobreza y la ignorancia, impulsando
iniciativas que generen desarrollo productivo.
El resultado de un
pacto de paz final, con todos los actores armados en algún momento del futuro
cercano, nos llevará sin duda a replantear nuestro marco político
institucional. Colombia no podrá postergar el anhelo regional de una mayor
autonomía. Sueño con ver pronto una Colombia federal, con autodeterminación
regional, unida por los lazos culturales e históricos comunes, pero al compás
de la tendencia universal, que vincula provechosamente la pertenencia a la
aldea global, con la vivencia cotidiana de lo local y regional, resolviendo el
destino donde se gestan las luchas cotidianas. El centralismo esta vivo y nos
agobia. La ausencia del estado que permitió el terror de la guerrilla y el
posterior nacimiento de la autodefensa, surge del modelo centralista que solo
mira el ombligo de la nación, olvidando las penurias del resto del cuerpo.
Por lo pronto, es
imprescindible que las regiones amenazadas por la guerrilla, hagan sentir su
voz, en favor de sus legítimos intereses, que no deben verse perjudicados por
un desbalance militar que resultaría fatal, si al salir las autodefensas de
nuestras áreas de influencia, las Fuerzas Armadas no asumen la responsabilidad
comprometida en los Acuerdos de paz.
Si la guerrilla
insiste en golpear al pueblo, a los campesinos y soldados de la patria y a los
ciudadanos de los conglomerados urbanos, si el estado no fortalece su logística
y recursos materiales, ni se empeña en cerrar la brecha social, vendrán nuevas
recetas violentas; remedios cada vez más amargos y más duros. Esta guerra
compatriotas, debe ganarla el estado con las comunidades de su lado, o la
perderemos todos pues jamás tendrá final. El estado para ganar la paz, no ha de
ser otra cosa que el cuerpo político de la sociedad entera.
A los colombianos y
colombianas que creyeron en la Causa y los Valores de las Autodefensas, mi
amistad sincera, honda e irretractable.
Sé que nunca estuve
solo, quizá nunca lo estaré. Son millones los colombianos que a viva voz, o en
el silencio de sus corazones, comparten el mismo sueño de vivir en Paz, sin más
guerra, sin más guerrillas ni autodefensas, dispuestos a clausurar la era de la
violencia para inaugurar la era del amor, la paz y la prosperidad.
Para estas tropas que
hoy se desmovilizan, con respeto ejemplar por sus mandos, y profunda fe en Dios
y en Colombia, no tengo más que elogios y agradecimientos por su enorme
sacrificio y su inquebrantable espíritu de lucha, cada uno de ustedes es dueño
de un pedazo de mi vida. Me faltan palabras, pero desde mi alma quiero
expresarles mi gratitud, admiración y respeto.
Lucharon Ustedes sin
descanso para que no secuestraran a ningún colombiano ni a ningún extranjero,
lucharon sin descanso para que no se tomaran poblaciones, lucharon sin descanso
para que no se pusieran bombas, ni se extorsionara a ningún ciudadano, lucharon
sin descanso para respetar el sagrado derecho de la libertad.
Algunos parten hoy
hacia un mejor mañana, otros después, y otros, en las cárceles, seguramente
llenos de tribulaciones, también tendrán en el marco del proceso una puerta de
regreso a la sociedad. A ellos pido paciencia y les recuerdo que nunca serán
abandonados por sus superiores ni su pueblo.
Cuando el sosiego y
la serenidad reemplacen las pasiones y los desencuentros, las regiones de
Colombia sabrán rendirles a los combatientes por la libertad, el homenaje que
se merecen, por la abnegada y sacrificada misión que valientemente cumplieron
en defensa del sueño colectivo, de una patria libre, digna y en paz.
El hombre que les
habla, lleno de emociones que se entrecruzan en el alma, asume la
responsabilidad de poner fin a su participación en el conflicto, tras haber
conducido a las AUC hasta la Mesa de Negociación y el desarme. Hasta hoy están
bajo mi mando. Sepulto al comandante y nace el hombre de la calle, el amigo, el
compatriota que espera aprender a vivir tranquilamente, después del letargo de
la guerra. Solo Dios sabe cuán difícil ha sido llegar hasta aquí.
Con el alma anegada
de humildad, pido perdón al pueblo de Colombia. Pido perdón a las naciones del
mundo, entre ellas a los Estados Unidos de Norteamérica, si por acción o por
omisión las pude ofender. Ruego el perdón de cada madre, y de aquellos cuyo
dolor causamos o permitimos. Asumo mi responsabilidad a partir de la jefatura
ejercida, por lo que pude haber hecho mejor, por lo que pude haber hecho y no
lo hice, errores seguramente condicionados por mis limitaciones humanas y mi
nula vocación para la guerra, y absuelvo a quienes causaron en nuestras almas,
el daño que hoy buscaremos sanar al abrigo de la fe y la misericordia de Dios.
Pido perdón a mis
amigos, a mis padres y a mi familia, a la madre de mis hijos, que sollozó en mi
ausencia tantas veces, a mis hijos, por no acompañarles en las horas felices o
cuidarles en los momentos duros. Espero encontrar espacio en sus corazones para
que me perdonen por no abrazarles cada día mientras crecían sin su padre.
Compatriotas, a lo
largo de esta lucha, a menudo sentí en el rostro el hálito insensible de la
muerte, mi vida estuvo tantas veces en la balanza del azar, rocé de tantas
formas el fin de mi existencia, que hoy podría entender mi presencia ante
ustedes como un capricho del destino, pero prefiero pensar que resta una
misión, que Dios me ha prestado la vida para servirle a mis semejantes, para
dar un testimonio de vida y perdón, arrancado de las memorias de la muerte.
Estoy aprendiendo a
perdonarme y he perdonado a quienes estorba mi existencia. Vuelvo al regalo que
es la vida, la de mi familia y mis amigos, agobiado, conmovido, con el alma
exhausta por el peso de la guerra, pero restaurado en mi fe, renovado en mis
compromisos ante el valor de la existencia, con la frente en alto y la
conciencia cierta por haber cumplido mi deber ante la historia.
Estos últimos días he
vivido con un nudo en la garganta, a Dios he orado en busca de respuestas. Me
han visto sonriente y vital, pero he llorado en silencio con frecuencia. Se me
han inundado los ojos por emoción, por la sensibilidad que despierta desandar
un camino tan arduo para poder construir y trasegar uno mejor. Siento un gran
dolor en el alma y en mi corazón una gran tristeza por los episodios pasados;
ese dolor solo lo eclipsa la seguridad de estar edificando las alegrías del
porvenir.
Doctor Álvaro Uribe
Vélez, Señor presidente de todos los colombianos, en sus manos entregamos la fe
de un pueblo que espera un mejor mañana. En sus brazos reposa ahora la libertad
de los niños que hemos visto nacer a nuestro amparo. Condúzcalos al futuro,
llévelos seguros al puerto de la patria.
Colombianas,
colombianos: Mi amor por Colombia y mi fe en su futuro están intactos.
Dios nos bendiga a
todos.
10 de diciembre, 2004